jueves, 3 de septiembre de 2015

El bofetón de Aylan

Foto: Reuters/Nilufer Demir
Se llamaba Aylan y tenía 3 años. Aylan es noticia por asumir él solo sobre sus espaldas la cruda realidad de la guerra en Siria. El destino de Aylan ha sido cruel y si hay alguna razón que justifique su muerte es la capacidad de despertar la conciencia aletargada del mundo occidental.

Aylan se ha convertido, a su corta edad, en el símbolo de que “la humanidad se estrella contra la costa”, tal y como se ha etiquetado en las redes sociales a la foto. La imagen de Aylan se ha convertido en viral y no lo ha hecho por formar parte de una campaña de captación de socios de Amnistía Internacional, de Unicef o de Médicos sin Fronteras. ¡Ojalá hubiese sido así! Aylan no circula por las redes sociales por ser un niño espontáneo -como le corresponde a su edad- ante la cámara de sus padres con sus sonrisas orgullosas de fondo. Aylan es el bofetón que necesitábamos para mirar, de una vez por todas, hacia el lado adecuado.

Hace unos días leía un artículo sobre psicología en el que se abordaba el por qué nos afectan más los hechos que le sucedían a personas individuales que a colectivos. El éxodo de los refugiados sirios nos ha dejado imágenes de la desesperación y la desolación; del imparable impulso humano por sobrevivir. Hemos visto a cientos de personas caminando por las vías del tren, apiñados en una estación, a bordo de embarcaciones que malamente se mantienen a flote, ahogados en camiones intentando cruzar Europa o evitando vallas para acceder a un mundo más seguro. Imágenes que quizá por reflejar la realidad de un colectivo no han impactado lo suficiente en nuestra conciencia dormida -ya se sabe que mal de muchos, consuelo de tontos-.

Ha tenido que llegar Aylan para asegurarnos el bofetón. El destino ha querido que lo haya hecho cuando en nuestra retina aún permanecen las imágenes idílicas de nuestros días de playa; unos días en los que los niños corretean por la orilla y trabajan afanosamente en construir sus castillos de arena sin mayor preocupación que se los destruya el mar. Los padres de Aylan también soñaban con castillos para sus pequeños -en otra playa apareció el cuerpo de su hermano de 5 años- pero también el mar, y la lentitud de la maquinaria burocrática y política, los han destruido.

Vemos la imagen y sentimos vergüenza de lo que somos: europeos. No es ajena, sino propia. Nos avergonzamos por contribuir de forma activa, con el esfuerzo diario, en la construcción de una sociedad regida por la hipocresía y la doble moral. Nos avergonzamos porque el sentimiento de culpabilidad que nos invade, es inequívoco: somos europeos; culpables directos de la tragedia de Aylan.

El mar nos entrega a Aylan para enseñarnos lo que somos. El mar, que nos amenaza tantas veces con temporales, se niega en esta ocasión a esconder nuestra vergüenza en el cementerio de sus profundidades, que es lugar para honorables marinos y no para Aylan.

No damos solución a los refugiados, financiamos con nuestro trabajo a quienes se enriquecen con la muerte, vendemos armas a quienes después juzgamos en la Haya, sacamos barcos para que los mugrientos desdichados no alcancen nuestras costas y no manchen con su mierda nuestra inmaculada sociedad. Mientras tanto, nos miramos el ombligo pensando que Europa es un ejemplo para el mundo.

Somos europeos, vemos la foto de Aylan, y no nos consideramos un ejemplo de nada. Solo sentimos vergüenza de lo que somos. Solo nos sentimos culpables.

Ha surgido también el debate de si era necesario o no publicar las fotografías. Durante los últimos años hemos visualizado miles de imágenes más crueles y sangrientas tomadas en Siria pero Siria queda demasiado lejos para nuestra corta visión. Aylan no es más que la punta del iceberg del drama sirio que se ha cobrado la vida de 14.000 menores y dos millones de refugiados. Parecen simples números pero no lo son. Son personas y vidas, como Aylan.



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