miércoles, 29 de julio de 2015

La Luna y el espada

Dedicarse a la pesca del pez espada exige mantener el barco en constante movimiento. Navegar de un lugar a otro recorriendo grandes distancias es lo común en un oficio que busca un animal solitario, poco amigo de grandes concentraciones y altamente migratorio.

La tecnología ha avanzado mucho más que nuestro conocimiento sobre este majestuoso animal. Es esquivo e hipersensible a cualquier cambio en su medio natural, por ello, a pesar de disponer de todo tipo de información oceanográfica procedente de los satélites, el pez espada nos desconcierta a diario. Cuando el ego humano aflora por haber cuadrado una ecuación que demuestra que los espadas estarán aquí o allá la colleja está al caer. Desaparecen, si estaban; o ni siquiera aparecen, por mucho que lo aseveren las estadísticas o las ecuaciones. Tienen cabeza y cola. Es inevitable, mientras se navega hacia lo desconocido con argumentos tan frágiles como porcelana fina, el recuerdo de nuestros antepasados, los más ancestrales, los cazadores-recolectores.

No difiere, más que en lo tecnológico, nuestra actividad a la de nuestros ancestros preneolíticos. Vemos la luna, vemos el mar, vemos el color de las aguas, preparamos los aparejos, analizamos la temperatura... Metemos en un saco todo y lo removemos, pero al final, rezamos a los dioses de la naturaleza con la inseguridad de un ser vulnerable consciente de su pequeñez.

Sabemos que al pez espada el apetito parece abrírsele con la presencia de la luna. Sobre este asunto mil teorías circulan por nuestros mentideros radiotelefónicos que más tienen que ver con la reafirmación personal de conocimiento que con la realidad. Sabemos que las posibilidades de obtener buenas capturas son mayores entre el cuarto creciente, pasando por la luna llena, hasta el cuarto menguante. Esto es lo general y la teoría observada en las estadísticas. Pero a veces, más de las deseadas, el Xiphias Gladius nos sorprende y donde debía estar, cuando debía estar, simplemente no está…o no come. O a la inversa, cuando nada apunta a que sea un buen lugar o momento para largar los anzuelos a la mar, aparecen como por arte de magia, de un día para otro, sin más. Y soltamos un “manda carallo…” incrédulos.

Afortunadamente, somos simples descendientes del Paleolítico en nuestra actividad. El escaso conocimiento que tenemos de la Naturaleza limita nuestra capacidad de depredación, evita que llevemos al límite nuestros instintos más oscuros y nos permite, como en la economía, desarrollar elocuentes análisis de lo sucedido a posteriori, sin haber conseguido prever la catástrofe o la fortuna antes de mojar los anzuelos.


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