Hace un año, exactamente, me encontraba al otro lado del mundo de donde ahora nos preparamos para salir de nuevo a la mar. Así es la vida marinera en los barcos espaderos: lejos de la aparente diferencia con los cazadores/recolectores anteriores a los asentamientos humanos neolíticos. Los grandes migradores marcan la pauta de nuestras navegaciones alrededor del globo.
Me encontraba, tal día como hoy, en Capetón.
Desde la ciudad sudafricana hasta Panamá nos separan un año y miles de millas de recorrido: calmas, temporales, faenas interminables, diálogos con el pez espada a través de la Naturaleza, largas navegaciones hacia la incertidumbre, días de capturas excelentes y semanas de desiertos salados, donde la única vida que fuimos capaces de encontrar pertenece al mundo microscópico del plancton.
Un año como este podría servir de muestra de lo que es el oficio de los pescadores que dedicamos gran parte de nuestras vidas al seguimiento del gran migrador.
Solitario y esquivo, tímido y majestuoso, implacable e hipersensible a la temperatura. Es, el pez espada, un animal que nos divide en pequeños grupos esparcidos por todos los Océanos. Se mueve, se esconde sin dejar rastro, aparece y se va. Silencioso. No hay posibilidad de asentamiento permanente. Los barcos, como el grupo de cazadores de Mur, están en constante movimiento tratando de interpretar las condiciones oceanográficas que pueden ser causa de sus concentraciones.
A los jóvenes les gusta el calor, la salsa, el baile (como no podía ser de otra manera). Se concentran preferentemente en las zonas cálidas pavoneándose en medio de un botellón. Las grandes hembras buscan cardúmenes dejando a un lado su propia comodidad; solitarias. Se pueden encontrar en aguas más frías de lo normal tratando de alimentarse adecuadamente para fortalecer sus cuerpos antes de poner en marcha la siguiente generación. Lo más bello de este increíble animal lo vemos en los “Mares de los enamorados”. Cada Océano tiene el suyo. Allí es donde se mueven en pareja, inseparables. Es el macho quien sigue a la hembra, siempre más poderosa.
Se mueven miles de millas surcando los Océanos de manera tridimensional: de un lado a otro sin atender a meridianos y paralelos, y desde las profundidades hasta la superficie. Los seguimos, pero afortunadamente en la mayoría de las ocasiones nos esquivan. Nuestra estupidez, fundamentada en la creencia de que los avances tecnológicos nos ofrecen una ventaja definitiva, nos lleva a pensar que entendemos todos los mecanismos de la Naturaleza y que hemos dejado de ser Paleolíticos. Por ello, por nuestra sabiduría, damos la vuelta al mundo largando los aparejos en lugares que según los datos satelitales son los perfectos para llenar las bodegas y al final, a menudo, gracias a nuestra sabiduría, no levantamos más que una bota mal enganchada en los anzuelos. Nuestro asombro se convierte en mayúsculo; sí, “parece mentira”.
Lo único cierto es que la incertidumbre es la constante de nuestro día a día. Incluso cuando nos sorprende un acierto supone el preámbulo de la duda. Así navegamos dispersos en pequeños grupos desde Australia hasta la Polinesia siguiendo el rumbo de Sol. Así se puede pasar en un año de Ciudad del Cabo a Cuidad de Panamá; con una certeza: que cualquier espadero podría lucir más argollas en las orejas que un tripulante capitaneado por Magallanes.
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