jueves, 18 de junio de 2015

Jetlag austral

Estamos en verano… podría decir. Aunque la posición geográfica del Pacífico Sur indique que vivo en el otoño, a las puertas del invierno, el fuerte vínculo de pertenencia a nuestra tierra distorsiona la realidad. Se manifiesta como un jetlag estacional perpetuo que separa al cuerpo de la mente en medio del Océano austral. Para el primero, languidece el otoño en forma de olas y viento, golpes de mar y agotamiento al caer rendido sobre el catre; para la segunda, la melodía que nace de una gaita sincroniza el reloj con una noche mágica de meigas y chasquidos sobre las brasas alrededor del solsticio de verano.

Para el primero, el truco no funciona: un fuerte balance en medio de una atmósfera gris templa todos sus músculos en un desafío contra la gravedad. Mientras, la segunda descubre una inesperada grieta teñida de azul brillante en la bóveda plomiza que se mantiene sellada por nubes oscuras desde hace semanas.

Las cumbres andinas impiden que los cúmulos continúen su viaje hacia el este. Los frenan, los atascan. Se acumulan uno tras otro hasta sellar por completo el cielo oceánico. El Sol pasa a pertenecer al imaginario de la mente. Se esconde en el cuarto de los deseos como un recuerdo lejano. La intensidad de su existencia, al otro lado del vapor de agua condensado, no es más que un débil baño de luz grisácea cuando alcanza las aguas del Pacífico.

La silenciosa grieta que rompe la uniformidad obscura de la bóveda pasa desapercibida para el primero. Para la segunda, es todo un descubrimiento esa fina línea azul. Le permite volar al ritmo de unas guitarras australianas que suenan con energía. Es verano: un corrillo, unos amigos, unas cervezas, una sonrisa… una carcajada colectiva con los brazos en alto agitando las cabezas. Je, je, je, ya no hay melenas.

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